El escenario del Teatro de la Ciudad Emilio Rabasa se llenó de expectativa con el estreno de La Reina Roja (Tzakbu), una ambiciosa puesta en escena que prometía transportar al público a dos tiempos entrelazados: el descubrimiento de la Reina Roja y una recreación de su vida en el mundo maya. Con un elenco de 80 artistas chiapanecos, una producción respaldada por el Coneculta y la Orquesta Sinfónica de Chiapas en vivo, todo indicaba que estábamos por presenciar un espectáculo inolvidable. Y lo fue… aunque no por las razones que esperábamos.
Desde el inicio, la obra jugó con las emociones del público, despertando un genuino orgullo por la cultura chiapaneca. La escenografía se alzaba en el escenario con momentos de gran presencia visual, pero su encanto se diluía con una monotonía que poco ayudaba a mantener la inmersión. El punto más memorable de la noche fue, sin duda, la aparición del jaguar en escena. Fue un instante que generó una conexión inmediata, un símbolo poderoso que encapsulaba la majestuosidad del mundo prehispánico. Sin embargo, lo que pudo ser un clímax vibrante se vio empañado por un problema que persistió durante toda la obra: la música.
El diseño sonoro apostó por un ritmo constante de tambores, una especie de pum pum, pum pum incesante que buscaba evocar la época prehispánica. Pero aquí surge la pregunta: ¿realmente sonaba así la música en el mundo maya? La verdad es que no hay evidencia suficiente para asegurarlo. Y si bien el recurso pudo haber sido un acierto en momentos clave, el abuso de este ritmo terminó por agotar al público. Un sonido que pudo aportar dramatismo terminó convirtiéndose en un loop interminable que restaba impacto a las escenas. El jaguar rugía, pero el tambor seguía ahí, implacable, hasta el punto de volverse un antagonista involuntario de la experiencia.
Lo más desconcertante fue la subutilización de la Orquesta Sinfónica de Chiapas. Cuando finalmente entraba en acción, el ambiente cambiaba por completo. La música cobraba un nuevo sentido, el violín flotaba en el aire como un susurro que daba alma a la historia. Y sin embargo, estos momentos fueron contados. ¿Por qué desperdiciar un recurso tan valioso? Fue como si tuvieran una superproducción de Broadway a su disposición y decidieran usar efectos de sonido descargados de YouTube. Una decisión creativa difícil de justificar.
Otro aspecto que generó conversación fue la gestión de recursos. Aunque no hay cifras oficiales, se dice que el montaje requirió una inversión considerable. Con un elenco y un equipo de logística, producción y difusión tan extenso, es fácil imaginar que el presupuesto se diluyó rápidamente. Lo que sí es un hecho es que, tras varias funciones, algunos miembros del equipo comenzaron a enfrentar retrasos en sus pagos. ¿Cómo se pasa de una producción monumental a problemas tan básicos como pagar a los involucrados? Nos vendieron la promesa de un Caramel Frappuccino con shot extra de café chiapaneco y un pump de menta, pero terminamos con un Andatti americano en 2×1. No es que tan sea malo, si tienes antojo terminas tomándotelo, bueno, es que al final no pagamos por la entrada… o ¿sí?
A pesar de estos contrastes, la obra deja una lección importante. La cultura chiapaneca merece ser representada con espectáculos de calidad, pero también una mejor administración de recursos. No se trata solo de pagarle a la orquesta (que, por cierto, deberían hacerlo puntualmente), sino de aprovechar al máximo su presencia para enriquecer la experiencia. Ojalá que en futuras producciones, más que jugar con la grandeza de la historia maya, se atrevan a darle el tratamiento épico que realmente merece.